EL ORIGEN DE LOS MALES . PERCY ZAPATA MENDO.
EL ORIGEN DE LOS MALES
Jesús encontró esta tierra más pervertida y malvada que antes; sin
gran trabajo había encontrado muchos Judas que le vendieran por menos de
treinta monedas y Pilatos que le condenaran de nuevo, previo lavado de manos.
Inmensa pena tuvo el buen Jesús al ver que su sacrificio había sido inútil.
Pero comprendió que gran parte de la culpa de este desastre moral y del fracaso
de la Buena Nueva se debía a la solapada intoxicación de las almas por parte de
ciertos líderes de opinión tomados como cultos por el vulgo, o de ciertos
personajillos de lengua dorada y pluma fácil que escribían con destreza libros
de autoayuda, pero tergiversando su mensaje divino. En cierto modo los hombres
eran inculpables, y por eso el corazón de Jesús se llenó de amargo desconsuelo
y tierna compasión; y si un momento fulguraron en sus ojos azules un destello
de cólera o despecho. ¡Qué hacer! ¡Nada!, dejar que el mundo siguiera rodando y
el demonio engulléndose las almas a más y mejor. No había remedio. Y dos
lágrimas fueron a perderse entre los rizos de su barba castaña…
Jesús comenzó a ascender una montaña para
lanzarse al cielo desde la cumbre, cuando encontró a un viejo que recogía
hierbas medicinales. El viejo, a pesar de sus setenta y seis años, tenía muy
buena vista y se fijó en que las manos de ese joven que estaba parado frente a
él estaban perforadas y que algo como un nimbo de luz muy tenue rodeaba su
cabeza. Inmediatamente corrió dejando su atado de hierbas sobre una roca,
alcanzó al Salvador y se echó a sus pies derramando abundantes lágrimas.
- ¡Ah, mi buen viejo, me has
reconocido!,- le dijo Jesús levantándole afablemente - ¿Qué gracia quieres que
te haga?
-
Para mí ninguna, Señor, pero sí para la humanidad.
- Bien quisiera llevarme a la humanidad
al cielo, pero no es posible, anciano... Están muy malogrados los hombres y me
convertirían el cielo en un infierno.
- ¡Oh, Señor!, -siguió el anciano con
candorosa ingenuidad- la humanidad ha sufrido mucho por el pecado del primer
hombre, que dio entrada al infortunio sobre la tierra. Si volvieras a ella tu
mirada de perdón, volvería la felicidad a acariciar las almas; la fe y la
ventura correrían como un río apacible por las conciencias, y se apaciguarían
para siempre, al soplo de tu infinita misericordia, la tormenta espantosa en
que tantos hijos tuyos sucumben y se hunden por una eternidad en los abismos
del infierno.
- ¡Pobre anciano! Eres el portador de las
angustias humanas, de los arrepentimientos tardíos y de las plegarias de los
desdichados... Pero ¿No sabes acaso que el mal y el dolor son floraciones
inevitables del pecado?
- ¡Oh, Señor!, pero tú podrías cegar una
de las muchas fuentes del pecado.
Jesús no respondió. El viejo era testarudo y siguió exigiendo:
- Si suprimieras la enfermedad, Señor...
La enfermedad engendra la desesperación, Señor, y ella es el asidero del
demonio para conducir a las almas a su horrible imperio.
- Bien, piadoso anciano; voy a
complacerte: desde hoy no habrá enfermedades. Dentro de algún tiempo nos
veremos en este mismo lugar y me referirás como le va a la humanidad gozando de
salud.
El cuerpo de Jesús se deshizo como la
niebla desaparece súbitamente al ser basada por un tibio rayo de sol canicular,
quedando en el espacio que ocupó su cuerpo un perfume superior al de todas las
florestas. Desde ese día sanaron los enfermos de todos los hospitales, como por
ensalmo; las heridas se cerraron inmediatamente; los médicos, farmacéuticos y
boticarios se dedicaron a otras profesiones, y las Facultades de Medicina de
todos los países fueron clausuradas por inútiles. La enfermedad llegó a ser una
tradición, y la terapéutica llegó a ser un estudio de mera erudición, como el
viejo Sánscrito. La gente se moría dulcemente al llegar a los noventa años.
Pero el número de condenados no disminuyó.
Al cabo de algún tiempo volvieron a
encontrarse Jesús y el viejo.
- ¿Y bien, buen anciano?, - interrogó el
Salvador con sonrisa enigmática, que iluminó el rostro melancólico con fulgores
de bondadosa picardía.
- ¡Oh, Señor!, los hombres se condenan lo
mismo que antes; pero yo sé por qué es: es por la miseria, Señor; es por la
miseria que se desesperan y condenan. Suprime la miseria, Jesús mío.
-¡Sea!- contestó Jesús.
Inmediatamente se llenaron de oro las
gavetas de los comerciantes quebrados que estaban a punto de suicidarse. Los
árboles hacían alarde de derrochar sus frutos, y los campos de trigo dieron
abundante cosecha. Todo el mundo tuvo con qué satisfacer sus necesidades
ampliamente, y Carlos Slim y Bill Gates, por capricho de archimillonarios,
ofrecieron obsequiar con la mitad de su fortuna al que le llevara un mendigo.
¡Qué deliciosa abundancia la de la tierra! Y sin embargo, en la contabilidad
del demonio, la lista de ingresos permanecía inalterable.
Al año siguiente se repitió la
entrevista.
- Señor, es el odio de unos hombres a
otros lo que les hace infelices y les arrastra al pecado y del pecado a la
condenación. Si los hombres se vincularan por una confraternidad dulce y
tranquila, si se sintieran instintivamente impulsados al mutuo amor se habría
salvado la humanidad. ¡Oh, Señor, apaga con tu divino aliento la tea roja del
odio, extingue la sangrienta llamarada de la guerra, y verás como el ángel de
la felicidad cierra las puertas del infierno!
- Anciano, lo que me pides es más
difícil... En fin… ¡Sea!
Desde ese día no hubo celos, porque los
hombres se amaban y respetaban tanto, que no deseaban la mujer de su prójimo y
evitaba toda convergencia. La pólvora adquirió la buena propiedad de no arder,
y por consiguiente perdieron su objeto las funciones de cañones, las fábricas
de misiles y armas de fuego. Las cuchillas y verduguillos se volvieron
quebradizos y se rompían al menor golpe; de modo, pues, que no habiendo ya el
medio de hacer eficaz y activo un odio, éste tuvo que desaparecerse, como
desaparecería el sentido de la vista si desapareciera la luz. Era de verse como
todos los hombres se hablaban y se elogiaban con sincera cordialidad. Todos los
asuntos se arreglaban tan satisfactoriamente y no había necesidad de recurrir a
los abogados y a los jueces. Éstos tuvieron que dedicarse a dormir o a ocuparse
en alguna otra actividad.
Durante varios años no volvió a
aparecerse Jesús al buen anciano, ¿Qué más podía desear éste para la humanidad?
Era seguro que el demonio estaría arrancándose los chamuscados cabellos y dando
cornadas de impaciencia contra la puerta del infierno, puesto que era probable
que nadie se condenaría. ¿Quién iba a pensar en condenarse gozando de perfecta
salud, sintiendo, como inefable caricia del alma, esa fraternidad universal, y
para colmo de dicha la despreocupación del porvenir? Había pan, amor y salud
para todos, y era indudable que esta apacible y tranquila condición de vida
sería una bendición de Dios... Pues, ¡No, Señor!; a los tres años de esta vida
los hombres se condenaban tanto como antes. Como nada se puede tener oculto en
esta Tierra, llegaron los hombres a enterarse a quién debían este delicioso
estado de fácil bienaventuranza: a nuestro buen viejo. Y un día enviaron delegados
al longevo con una plegaria tan extraña que éste se horrorizó. Cuando estuvo
solo, el anciano se puso a llorar de vergüenza y conmiseración hacia esa
humanidad tan ingrata como ingobernable, tan insaciable como loca. Espera con
tristeza y desconsuelo el día de la entrevista con el Señor ¡Cuál no sería su
asombro al entrar un día a su casa y ver resplandeciente el cuerpo del
crucificado al fondo de su alcoba! La faz de Cristo tenía una expresión de
cariñosa ironía. El viejo cayó de bruces acongojado por la humillación y el
dolor
- ¡Señor, Señor, -murmuró- muérame yo de
vergüenza si volviera a interesarme por la humanidad tan ingrata e inicua, no
hay salvación para los hombres: el vicio está muy arraigado en sus almas!
- ¿Qué pasa buen anciano? ¿No están
contentos los hombres con la paz, la salud y la holgura?... No te desconsueles,
que les concederé la nueva gracia que me pidas. Habla…
La vergüenza y el sufrimiento del viejo
crecieron.
- ¡Oh Señor!...
- Habla…
- Señor, los mortales de la tierra están
desesperados por la felicidad y quieren que te dirija en su nombre esta
plegaria: ¡Señor, vuélvenos a nuestra primitiva condición de victimas del mal y
del dolor, porque ella es infinitamente preferible a esta bienaventuranza fácil,
que extingue el deseo y que no es obra del esfuerzo!
- Tienen mucha razón los hombres- respondió Jesús.
Esto era tan incomprensible para el anciano,
que si lo hubiera escuchado de otros labios que no fueran los divinos, habría
pensado que oía la más espantosa herejía. No se atrevió a interrogar, pero en sus
labios pugnaba por salir la pregunta del porqué de esa respuesta mientras
miraba con los ojos casi desorbitados e incrédulos al Hijo del Creador.
-¿Por qué? -prosiguió el Salvador, sonriendo-
porque suprimiendo la enfermedad, la miseria y la lucha hemos creado, buen
anciano, la indolencia; es decir, el mayor pecado y la mayor condenación.
Y nuevamente los tres suprimidos flagelos
cayeron sobre la tierra.
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