EL VISITANTE
EL VISITANTE
¡Por fin el traslado a mi nuevo departamento
había concluido! Constaba de dos pisos, con un dormitorio pequeño, sencillo y
acogedor; una pequeña salita de estar, su baño con tina de mármol adosada a una
de las paredes, una menuda cocina y un tragaluz reducido a su mínima expresión
por el cual ingresaban tímidos y mustios los rayos crepusculares del sol. Lo
que más me encantaba de mi nuevo alojamiento, era que estaba construido a la
usanza antigua, paredes de quincha, techo y pisos de madera reforzados por
vigas del mismo material, al igual que la única escalera que interconectaba
ambos pisos. Unos amplios ventanales que daban a la arteria principal de este
distrito, me permitían ver desde la
comodidad de mi cama del segundo piso, o desde la salita de estar en el
primero, a todo el tráfico humano y vehicular de mis conciudadanos.
Bordeaban ya las once de la noche, me
estaba secando el cabello y el cuerpo después de haber tomado un delicioso baño
con agua fría que me despabiló de la modorra que amenazaba derrotarme producto
del cansancio, cuando unos fuertes y espaciados toques estremecieron la vieja
puerta de entrada. Me asomé con cierta desconfianza por la ventana para mirar
de reojo, pues eran pocas las personas que sabían de mi actual ubicación, y no
pude menos que alegrarme por esa visita inesperada pero siempre bienvenida. Se
trataba de Liz, una de las mujeres más bellas de mi pequeña localidad, y al
igual que yo, no había tenido suerte en el aspecto sentimental, hasta que el
destino cruel y la suerte esquiva hasta hace poco con nosotros, quisieron por
fin dar término a nuestro suplicio y confabularon creo yo, a que nos
conociéramos e iniciáramos ese almibarado amor del cual no queríamos salir.
Liz es de estatura mediana; su
cuerpo, delgado pero armoniosamente proporcionado la hace destacar
inmediatamente aún en medio de una reunión sumamente concurrida por su innato y
sensual caminar, cual grácil gacela; su rostro trigueño, oval y de delicadas
líneas; una lacia y sedosa cabellera negra que le llega femeninamente a sus
hombros de suaves caídas; sus párpados ligeramente entornados, protegían a unos
almendrados ojos que resaltan en medio de sus negrísimas y largas pestañas
naturales, que a su vez, estaban abovedadas por unas bien trabajadas y delgadas
cejas; una pequeña nariz respingada le brindaba un delicado perfil; y esa
sonrisa a flor de labios que enmarcaban unos dientes mínimos, níveos y
perfectos y acollarados, se adelantaron hacia mí, y sin mediar palabras, unió
sus cálidos, suaves y húmedos labios a los míos. Pude percibir en ese ósculo
sin tiempo, la tibieza de su hálito mentolado, el latir progresivamente
acelerado de sus latidos cardiacos, y a cada segundo – o minutos, no sé, pues
para mí el tiempo se detuvo para descontento del furibundo Urano – su cuerpo de
estrechaba aún más al mío como tratando se fundirse y formar uno solo,
enervando mis sentidos que, pletóricos de dicha, exaltaban las adormiladas
fibras de mis instintos primarios amatorios. Después de ese beso en que sentí
su pronta entrega total y sin medidas, recién pude percatarme de su discreta
pero sugerente vestimenta. La blusa roja que cubría su torso, no hacía más que
hacer reveladora su sensual anatomía; sus pechos pequeños pero turgentes,
enhiestos y desafiantes; sus hombros descubiertos por el cuello en “V” de su
camisa, cuyo vértice se perdía en medio de esas colinas galactogénicas cruzada
por delicados ríos azulados que morían en dos rosas generosas que invitaban a
perderse en ellos embriagados por del dulce y cálido icor que emanaban
naturalmente; su piel, límpida, suave e impoluta, saturó a mis pensamientos con
lubricidad. No me pude contener y atraje su cuerpo al mío y nos sumergimos en
una vorágine de amor y placer, los flamantes muebles de la sala fueron estrenados
sin pensar y se convirtieron en los testigos inanimados de la pasión que nos
embargaba…las palabras estaban de más cuando nuestros corazones y sentidos
habían tomado la palabra haciéndose carne, mas luego de un momento, con una
sonrisa pícara y haciendo un mohín con su naricita, me preguntó si había trasladado
e instalado ya la tina; yo, con la mente aun ebria del amor reciente, le
contesté moviendo la cabeza afirmativamente, mientras tomaba su cuerpo desnudo
y la cargaba camino a los aposentos superiores.
Estábamos ya por coronar el segundo
piso, cuando de manera intempestiva se fue el fluido eléctrico. Maldiciendo por
la interrupción y por temor a tropezar y rodar por el piso con mi preciada
carga, a regañadientes, tuve que dejarla a buen recaudo. Nos pusimos las batas
que afortunadamente sabía de memoria donde las había dejado – y aquí agradezco
por la manera ordenada con que siempre dispongo mis objetos – y descendimos al
primer piso en búsqueda de la caja eléctrica y verificar el porqué del corte de
luz, pues apagón general no era, dado que por los ventanales ingresaba luz de
la calle.
Al estar cerca de la caja de fusibles,
mi amada Liz exhala un quejido y cae inerme al suelo. Volví la mirada hacia
ella para tratar de ayudarla, cuando pude ver a la luz de los faroles de la
calle, que una figura deforme y casi ciclópea en tamaño, estaba encimándose
sobre la espalda de mi amada. Ahogando un grito de horror por esa
fantasmagórica figura, cogí lo que más a mano tuve. Pude asir la base de bronce
de una lámpara, antigua reliquia familiar, y con ella, ataqué esa monstruosa
espalda que despedía un fulgor que resaltaba su palidez nauseabunda. No recuerdo
cuantos golpes descargué sobre esa bestia, sólo escuché sus bramidos de dolor y
logré distraerla del desfalleciente cuerpo de Liz, corrí hacia el segundo piso,
sí, ya sé que no es lógico que optara por guarecerme en un lugar donde estaría
aislado, pero sólo pensaba en alejar a esa horrible aparición de la mujer que
se entregó desde hace mucho a mí, en cuerpo y alma.
Llegué al segundo piso, mientras
profería gritos a mi querida compañera animándola a despertarse, buscaba frenético
en el cajón del closet un arma que antaño me sirvió para pelear contra las
huestes demenciales del cabecilla terrorista Abimael Guzmán. Pude calzar no sin
dificultad el tambor de las balas en el eje del revólver, una vez que empuñé la
cacha de hueso y metal y sentí el peso de las enormes cápsulas de calibre .45,
me sentí más tranquilo. Entrecerré mis ojos para favorecer la visión nocturna,
mientras me atrincheraba detrás de la pesada cama de hierro forjado. Los pasos
que subían por la vieja escalera de madera, hacían tronar a toda la estructura
del segundo piso. Mientras gritaba pidiendo auxilio, me preparaba para
descargar todas las municiones en la cara de la fantasmagórica aparición. Logré
tranquilizarme y controlar mis pulsaciones, me hice a la idea que me encontraba
frente a los “tucos” en una celada y ya conocía la manera de salir airoso de
esos trances en los años de violencia terrorista, debía de confiar en mi
pericia de francotirador…total… ¿Qué bestia en la tierra podría resistir el
plomo bañado en titanio, directamente en el rostro?
Hasta que al fin apareció el extraño
visitante, y el espectáculo me horrorizó a más no poder. Se trataba de un ente
gigantesco, superior a los dos metros de altura, pues tuvo que encogerse para
ingresar bajo el dintel, calculé apuradamente que holgadamente llegaba a los
dos metros y treinta centímetros. Su piel era pálido amarillenta, con una extraña
fosforescencia que permitía ver los detalles de su anatomía de superficie; por
ella me pude percatar que se trataba de una hembra, tenía una mamas flácidas y
macilentas, que se bamboleaban a cada paso que daba; las costillas sobresalían
sobre su pecho; el vientre, muy abultado y colgante, estaba veteado de verdes
venas prominentes que provenían de su parte posterior y se unían centrípetamente
en un ombligo profundo y sumamente velludo; las caderas, amplias pero
escuálidas, parecían descoyuntarse a cada zancada trémula que daba; los muslos
y piernas , casi carentes de carnes, se remataban en unos monumentales pies de
uñas desconchadas y gruesas. Y cuando ascendí la mirada para verle su catadura…ni
en mis peores pesadillas o recuerdos de mi paso por la morgue en la facultad de
medicina, pude ver un rostro tan descompuesto, horrendo y cubierto de una
apelmazada y sucia pelambrera ocre. En medio de ese caos anatómico que era su
facies, se vislumbraban unos ojos rojizos, vivaces y cargados de furia
incontenible.
Cogí el arma con las dos manos para
dar mayor firmeza mi puntería, y casi a tres metros de la mole esperpéntica, le
descargué dos proyectiles en su cabeza y dos en su corazón – o en lo que creí
debería estar - .
Para fortuna mía, la bestia se paró
en seco, miró con incredulidad su pecho, se tocó la cabezota recubierta de esa
sucia melena, y examinó su mano empapada de un líquido viscoso de color verde.
Me miró con azorados ojos, y se derrumbó causando un estruendo que amenazó con
sacar de sus goznes a las bisagras de la puerta sobre la cual se derrumbó.
Dando un salto sobre el cuerpo
yaciente de esa criatura, corrí casi a trancos las escaleras cuesta abajo, y
estuve a punto de perder el equilibrio por la manera temeraria con que bajé.
Levanté a mi amada chiquilla entre mis brazos y me dispuse salir a la calle en
busca de ayuda. Estaba ya ganando la vereda cuando una garra se incrustó en mi
hombro, con tal fuerza, que las uñas en forma de garfio, se clavaron
inmisericordes en mi hombro adentrándose en la carne, haciéndome aullar de
dolor, tanto que por poco casi solté el cuerpo de Liz. A duras penas y
venciendo el dolor, descargue a mi aun desmayada novia desde una altura que me
permitió esa tenaza de hierro; en tanto que la otra mano de la bestia se ceñía
cual corona sobre mi cráneo, y me hizo girar sin dificultad. Al darme la
vuelta, pude ver el rostro contrahecho de la bestia que creía ya muerta, el
olor a podredumbre que exhalaba me provocó náuseas que difícilmente pude
controlar, su rostro estaba tapizado de llagas purulentas, y se podía ver el
cráneo roto por los balazos que le había proferido minutos antes, del cual
emergía su palpitante y sanguinolento cerebro. Mientras me alzaba en vilo sin
dificultad con un solo brazo, al fin se dignó en hablarme por entre sus roídos
dientes:
- “¿Sabes a qué he venido…Doctorcito? ¿Sabes la
razón de mi presencia?”
- ¡Noooo! ¿Cómo quieres que lo sepa si ni
siquiera sé quién eres?- respondí, sin poder disimular un rictus de dolor y de
asco.
- “Muy sencillo, te lo diré
¡ya! y no daré más vueltas antes de llevármelos al otro mundo, escúchame bien –
dijo esto mientras acercaba su rostro tanto, que esa oquedad que había en lugar
de nariz, goteaba supuraciones sobre la mía - …Los deseo como a ningunos otros,
pues su amor me nutre, sus pasiones me alimentan, sus entregas me vivifican…los
detesto y necesito…”
Con manos temblorosas hurgué entre mi
bata y pude extraer el rosario que me había regalado tiempo atrás mi madre,
besé el crucifijo y lo estrujé entre mis manos a la vez que le imploré:
-
¡Por lo que más quieras, quien quiera que seas! ¡Mi vida por
la de mi amada! ¡Haré lo que me pidas! ¡Yo podré suplir con creces tus
requerimientos y hacer por dos! ¡Te lo pido por favor, déjala a ella en paz!
-
“¡Inaceptable!”- gritó con una sonrisa sardónica mientras
acercaba dos de sus enormes uñas como garfios, en dirección a cada uno de mis
globos oculares, con la intención de ensartarlos como unas agujas a unas uvas.
Cerré mis párpados cuanto pude
esperando sentir las punzantes garras…y sonó el timbre de mi celular, con la
canción “África”, del grupo “Toto”. Aun agitado, desperté y pude percatarme
aliviado, que todo se había tratado de una pesadilla. Con la frente perlada de
sudor y con mis latidos desbocados aun en mi pecho, pude agradecer que todo no
haya pasado de un mal sueño. Debo de llamar a Liz y contarle este sueño, de
seguro ella hará un mohín y me dará uno de sus besos en mi frente cuando trata
de aquietar mis desazones, sí…haré esto, me urge ver a mi preciada niña.
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